Aquí estoy. Escribiendo este blog y contando una historia que empezó el 16 de septiembre de 2016.
Ese día a mi hijo G, de cuatro años, le diagnosticaron diabetes tipo 1. No tenemos antecedentes familiares. El único antecedente era su celiaquía.
Dos enfermedades del sistema autoinmune con menos de cinco años. ¡Uff! La vida cambió para siempre.
La suya y la nuestra.
Nunca olvidaré la sensación de miedo atosigante a todo y a todos. Al enfermero y a la enfermera. Miedo al médico. Al resultado de un análisis. Al siguiente valor de glucosa. Miedo a hacerle daño al aprender a pincharle. Miedo a no saber hacerlo. Miedo a tener que hacerlo siempre… Miedo.´
Recordé el poema de Raymond Carver: Miedo. No hacía mucho tiempo que lo había publicado en mi cuenta de Instagram. Lo busqué. Miedo. Parecía una premonición. Miedo a la enfermedad. Al diagnóstico. A esa voz que lo convierte en realidad. Cuando G volvió del hospital con sus brazos agujereados por cuatro vías y la pulsera del ingreso aún en su muñeca derecha, lo senté en la sillita azul de las conversaciones importantes, me agaché para estar a su altura y le dije:
Todos somos de tu equipo. Me sonrió.
Y añadí: Y ahora todos, gracias a ti, vamos a comer sano y sin azúcar.
Al poco tiempo, G empezó a utilizar un sistema de monitorización continúa de su glucosa. Es un pequeño aparatito, del tamaño de una nuez, que lleva inyectado donde acaba la espalda y que me envía al móvil datos de su estado cada cinco minutos.
Sé perfectamente el efecto de cada alimento que consume. Sé lo que el azúcar o los almidones o los procesados del supermercado hacen en su cuerpo y sé de qué manera tan distinta reacciona ante otro tipo de alimentos (naturales).
La conclusión, aquella constatación, fue brutal: cualquier producto ultra procesado y/o con azúcares refinados es una bomba de relojería. Para él, pero me temo que para cualquiera.
Así que, el 23 de octubre, puse patas arriba la despensa. Me deshice de absolutamente todo lo que tuviera más de 10 gramos de azúcar por 100 gramos de producto. Fui al súper, me estudié todas las etiquetas imaginables y salí con el carrito vacío. Lloré lo mío. Me desesperé. Me contagié de mi propia rabia. Me hundí en la miseria del siglo XXI, en el fango de mi modo de vida, en mis horarios imposibles, en mi opción de quererlo todo, de querer ser una profesional que no desatiende a sus hijos, en el barro de mis errores y de mis contradicciones…
Y busqué alternativas. Y las encontré. Y busqué tiempo (porque CAMBIAR necesita tiempo). Y también lo encontré. Al poco tiempo de poner en marcha la maquinaria adelgacé…
Nunca olvidaré la sensación de miedo atosigante a todo y a todos. Al enfermero y a la enfermera. Miedo al médico. Al resultado de un análisis. Al siguiente valor de glucosa. Miedo a hacerle daño al aprender a pincharle. Miedo a no saber hacerlo. Miedo a tener que hacerlo siempre… Miedo.´
Recordé el poema de Raymond Carver: Miedo. No hacía mucho tiempo que lo había publicado en mi cuenta de Instagram. Lo busqué. Miedo. Parecía una premonición. Miedo a la enfermedad. Al diagnóstico. A esa voz que lo convierte en realidad. Cuando G volvió del hospital con sus brazos agujereados por cuatro vías y la pulsera del ingreso aún en su muñeca derecha, lo senté en la sillita azul de las conversaciones importantes, me agaché para estar a su altura y le dije:
Todos somos de tu equipo. Me sonrió.
Y añadí: Y ahora todos, gracias a ti, vamos a comer sano y sin azúcar.
Al poco tiempo, G empezó a utilizar un sistema de monitorización continúa de su glucosa. Es un pequeño aparatito, del tamaño de una nuez, que lleva inyectado donde acaba la espalda y que me envía al móvil datos de su estado cada cinco minutos.
Sé perfectamente el efecto de cada alimento que consume. Sé lo que el azúcar o los almidones o los procesados del supermercado hacen en su cuerpo y sé de qué manera tan distinta reacciona ante otro tipo de alimentos (naturales).
La conclusión, aquella constatación, fue brutal: cualquier producto ultra procesado y/o con azúcares refinados es una bomba de relojería. Para él, pero me temo que para cualquiera.
Así que, el 23 de octubre, puse patas arriba la despensa. Me deshice de absolutamente todo lo que tuviera más de 10 gramos de azúcar por 100 gramos de producto. Fui al súper, me estudié todas las etiquetas imaginables y salí con el carrito vacío. Lloré lo mío. Me desesperé. Me contagié de mi propia rabia. Me hundí en la miseria del siglo XXI, en el fango de mi modo de vida, en mis horarios imposibles, en mi opción de quererlo todo, de querer ser una profesional que no desatiende a sus hijos, en el barro de mis errores y de mis contradicciones…
Y busqué alternativas. Y las encontré. Y busqué tiempo (porque CAMBIAR necesita tiempo). Y también lo encontré. Al poco tiempo de poner en marcha la maquinaria adelgacé…
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